El problema de Haití no es el “olvido”

El pasado 12 de enero, un terremoto de sobre siete puntos en la escala Richter sacudió el Caribe occidental, reduciendo a escombros la ciudad de Puerto Príncipe y causando decenas de miles de muertes. Desde entonces, los medios de comunicación puertorriqueños se han inundado de llamados a la solidaridad. En una especie de Mea Culpa colectivo, nos hemos acordado de acordarnos de nuestros menos afortunados hermanos caribeños. De la nada han brotado los centros de acopio, y no hay sindicato, comunidad, entidad pública, asociación profesional, iglesia o empresa multinacional que no haya contribuido al esfuerzo.

La solidaridad, cuando es genuina (y demás está decir que es un criterio drásticamente variable), es el valor humano más importante (tal vez el único realmente importante), y no hay razones para sospechar de la sinceridad de la amplia mayoría de las y los puertorriqueños que responden ante la tragedia ajena, por muy trilladas que sean a veces las frases que acompañan la invitación a la generosidad. Más preocupante, sin embargo, son los discursos cargados de paternalismo, no siempre inocente, que saturan el discurso público a la hora de diagnosticar las causas y recetar soluciones para países como Haití.

Desde el instante en que los esclavos de St. Domingue, entonces la colonia más próspera del mundo, se levantaran en armas, en 1791, las grandes potencias mundiales nunca los han olvidado. En el transcurso de su historia como nación libre, la República de Haití ha sido “intervenida” por fuerzas extranjeras incontables veces. No se trata exactamente de una historia de desatención.

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